del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”
Solemnidad de la Santísima Trinidad
La Iglesia celebra con gozo el domingo después de Pentecostés a
la Santísima Trinidad. Misterio es todo aquello que no podemos entender con la
razón. Y sólo lo podemos comprender cuando Dios nos lo revela.
El Misterio de la Santísima Trinidad -Un sólo Dios en tres
Personas distintas-, es el misterio central de la fe y de la vida cristiana,
pues es el misterio de Dios en Sí mismo. Ofrezco algunos “destellos de luz”,
para reflexionar, en esta Solemnidad cristiana.
1. ¿En qué consiste el Misterio?
Hay un solo Dios, en tres personas distintas entre sí, no por su naturaleza -que es la divinidad misma- sí por su obrar en la historia de la salvación:
> Dios Padre, es el "Principio-sin principio"; Causa última y absoluta de la vida, que no depende de nada ni de nadie, no fue creado ni engendrado; es por sí sólo el Principio de Vida; es la vida misma, que posee en absoluta comunión con el Hijo y con el Espíritu Santo.
> Dios Hijo, es engendrado -no creado- por el Padre; Jesús es Hijo eterno y consustancial (de la misma naturaleza o sustancia); Dios es al mismo tiempo Padre, como el que engendra, e Hijo como el que es engendrado.
> Dios Espíritu Santo, procede del Padre y del Hijo; es como una "espiración", soplo del Amor consustancial entre el Padre y el Hijo; Dios en su vida íntima es amor, que se personaliza en el Espíritu Santo.
2. Diferentes "misiones" de las Tres Personas.
Si quisiéramos identificar a la Santísima Trinidad por sus "misiones" en el tiempo, o atribuciones, diríamos que:
El Padre es el Principio de Vida, de quien todo procede. Es el Creador.
El Hijo procede eternamente del Padre, engendrado por Él, asumió en el tiempo una naturaleza humana por nuestra salvación. Es el Redentor.
El Espíritu Santo es enviado por el Padre y el Hijo, como también procede de ellos, por vía de voluntad, a modo de amor; se manifestó primero en el Bautismo y en la Transfiguración de Jesús y luego el día de Pentecostés sobre los discípulos; habita en los corazones de los fieles con el don de la caridad (Ef 4,30). Es el Santificador.
Aunque es un dogma difícil de entender, fue el primero que
entendieron los Apóstoles. Después de la Resurrección, comprendieron que Jesús
era el Salvador enviado por el Padre. Y, cuando experimentaron la acción del
Espíritu Santo dentro de sus corazones en Pentecostés, comprendieron que el único
Dios era Padre, Hijo y Espíritu Santo.
San Pablo nos recuerda el fundamento
trinitario de la vida cristiana: el bautizado entra a formar parte de una
familia, la familia de Dios: el Padre es Dios, Jesucristo es el primogénito, el
Espíritu Santo es el amor familiar, el “nosotros” divino.
San Agustín (353-430) intentaba entender el
Misterio de la Santísima Trinidad y cómo explicarlo mejor. Caminando por una playa
pensando en esto, se encontró un niñito jugando en la playa. ¿Qué hacía el
pequeño? Corría del mar a la arena, echando poquitos de agua en un agujero que
había abierto en la arena.
San Agustín se distrae de su pensamiento
sobre la Santísima Trinidad y se pone a hablar con el niño y le pregunta: Oye,
¿qué estás tratando de hacer con esos poquitos de agua del mar? Y ¿qué se imagina?
- le dice el niño - ¡Estoy tratando de meter todo el mar en este hoyito!
El Santo se ríe y trata de explicar al niño
que eso no es posible. A lo que éste le responde: “¡Agustín eso que trato de hacer es más posible que lo que tú estás
tratando de hacer, meter el Misterio de la Santísima Trinidad en tu cabeza!”. Con
razón afirma el Santo de Hipona que sólo se puede conocer lo que Dios revela y
asumirlo con la fe: "Si lo comprendes, no es Dios".
Explicar el Misterio de la Trinidad, no
es que sea difícil, ¡es imposible!; porque es Misterio. Esto no quiere decir
que sea un mito o que no sea real. A lo mejor tampoco podamos explicar qué es
la electricidad, pero existe, la utilizamos y aprovechamos de ella.
- La Santísima Trinidad y el Misterio de la Inhabitación.
No es un privilegio de los místicos; la Inhabitación Trinitaria es la presencia
de la Santísima Trinidad en el alma del que está en gracia de Dios.
El valor teológico de esta
afirmación: es una verdad de fe divina y católica.
El testimonio de la Sagrada
Escritura es claro, fiel y constante:
Si alguno me ama... mi Padre le
amará y vendremos a él y en él haremos morada… (Jn 14,23)
Dios es amor, y el que vive en amor
permanece en Dios, y Dios en él (1 Jn 4,16); ¿No sabéis que sois
templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?... El templo de
Dios es santo y ese templo sois vosotros (1 Co 3,16-17); ¿O no
sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros
y habéis recibido de Dios? (1Co 6,19); Vosotros sois templo de Dios
vivo (2Co 6,16); Guarda el buen depósito por la virtud del Espíritu
Santo, que mora en nosotros (2Tim 1,14).
Estamos habitados por Dios. Nunca estamos
solos. Las Tres Divinas Personas viven en nosotros, nos conocen y aman; quieren
vivificarnos y ser conocidos y amados por nosotros para mantener un continuo
diálogo personal de amor. Somos templo suyo, templo vivo y habitado. Vivimos,
nos movemos y existimos en el seno de la Trinidad; y los Tres habitan en
nosotros por la gracia (Hech. 17,28)
- La fe en la Santísima Trinidad.
Los cristianos somos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo». Antes respondemos –nosotros mismos o
nuestros padrinos– "Creo" a la triple pregunta que nos pide confesar nuestra fe
en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu: "La
fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad" (S. Cesáreo de Arlés).
El misterio de la Santísima Trinidad es
el misterio central de la fe y de la
vida cristiana. Es el misterio de
Dios en sí mismo. Es la fuente
de todos los otros misterios de la fe; es
la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la
"jerarquía de las verdades de fe".
Toda la historia
de la salvación no es otra cosa que la
historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia
consigo a los hombres, apartados por el
pecado, y se une con
ellos.
El fin
último de todas las acciones de Dios es la entrada
de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad en el
Cielo. Pero ya desde ahora somos llamados
a ser habitados por la Santísima
Trinidad: “Si alguno me ama –dice el Señor–
guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en
él” (Jn 14,23).
- La Trinidad y la Evangelización.
Jesús envía a sus discípulos a evangelizar el mundo. Con la autoridad suprema de Jesús sobre el cielo y la tierra, los
discípulos reciben el envío a la misión. Jesús hace algunas afirmaciones a
partir del imperativo: “Vayan”.
a. El contenido de la
misión: “Hacer discípulos”; “Id,
pues, y haced discípulos”. La tarea fundamental es hacer discípulos a
todas las gentes. El Señor resucitado quiere
acoger a toda la humanidad en la comunión con Él.
Hasta ahora ellos
han sido los únicos discípulos. Jesús los llamó y los formó mediante un proceso
de discipulado. Hacer “discípulos” es iniciar a otros en el “seguimiento”. De
la misma manera que Jesús los llamó a su seguimiento y a través de ella los hizo
pescadores de hombres, los misioneros deben atraer a todos los hombres al
seguimiento de Jesús.
“Seguimiento”
quiere decir configurar el propio proyecto de vida en la propuesta de Jesús. El
“discipulado” supone la docilidad: aceptar que es El Señor quien orienta el
camino de la vida. Camino y meta revelados a lo largo del Evangelio.
b. Los destinatarios: la humanidad entera: “…A todas las gentes”. Puesto que en
sus manos está el mundo entero y es superior al tiempo y al espacio, Jesús los
manda todos los pueblos de la tierra.
La primera misión
se limitaba explícitamente a las “ovejas perdidas de la casa de Israel”.
Ahora la misión no conoce restricciones: a todos los hombres, y “al hombre
todo” (con todas sus dimensiones).
c. Insertando al nuevo discípulo en la familia
trinitaria: “…Bautizándolas
en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. En el bautismo
se realiza la plena acogida de los discípulos de Jesús en el ámbito de la
salvación y en su nueva familia.
El presupuesto de la fe. El Bautismo “en el nombre del Padre y del Hijo y de Espíritu Santo”
presupone el anuncio de Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y la fe
incondicional en Dios.
El “nombre” de Dios está puesto en relación con el conocimiento de Él. Como se
evidencia a lo largo del Evangelio:
·
Dios manifiesta su amor
para que nosotros podamos conocerlo y así entrar en relación con Él.
·
Es través de Jesús que
Dios ha sido conocido como Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Jesús predicó sobre de Dios de una manera que no se
conocía en el Antiguo Testamento. Allí se conocía al Dios en cuanto creador del
cielo y de la tierra y se afirmó la enorme distancia entre el Creador y su
criatura, lo cual hacía pensar en la infinita soledad de Dios. Jesús anunció
que Dios no está solo sino que vive en comunión. Frente al Padre está el Hijo,
ambos están unidos entre sí, se conocen, se comprenden y se aman recíprocamente
en la plenitud y perfección divina por medio del Espíritu Santo.
Los discípulos
deben bautizar en el “nombre” de este Dios, del Dios que así fue anunciado y
creído.
Por eso, al interior de
la Familia Trinitaria.
El bautismo:
El bautismo:
·
Nos sumerge en el ámbito
poderoso de Dios y obra el paso hacia Él.
·
Nos pone bajo su
protección y su poder.
·
Nos posibilita la
comunión con Él, que en sí mismo es comunión.
·
Nos hace Hijos del
Padre, unido con un amor ardiente a su Hijo.
·
Nos hace hermanos y
hermanas del Hijo que, con todo lo que Él es, está ante el Padre.
·
Nos da el Espíritu
Santo, quien nos une al Padre y al Hijo, nos abre a su benéfico influjo y nos
hace vivir la comunión con ellos.
Si es verdad que
el seguimiento nos introduce en el ámbito de vida de Jesús, el bautismo sella
nuestra acogida en esta adorable comunión.
d. Enseñar a poner en
práctica las enseñanzas de Jesús:
El discipulado como un nuevo estilo de vida. La comunión con Dios, determinada
por el seguimiento y sellada por el bautismo, exige a los discípulos un estilo
de vida que esté a la altura de ese don.
Hay una gran
continuidad entra la misión de Jesús y la de sus apóstoles:
· De muchas maneras, desde
las Bienaventuranzas hasta la visión del juicio final, Jesús instruyó a sus
apóstoles. Ahora ellos deben transmitírselas a los nuevos discípulos. Las
enseñanzas de Jesús no son opcionales.
·
Fue Jesús quien llamó
discípulos y los educó en una existencia según la voluntad de Dios. Ahora son
ellos los que, por encargo suyo, deben llamar a todos como discípulos y
educarlos en una vida recta.
En otras
palabras, todo lo que los discípulos recibieron del Maestro debe ser
transmitido en la misión.
- La Santísima Trinidad y la Virgen María.
Quien vive esta realidad de fe, como
María, que fue la primera en recibir el mensaje Trinitario, busca siempre hacer
la voluntad de Dios y vivir siempre en actitud relacional con él y con los
hermanos.
La primera vez que las escuché, me parecieron
expresiones de piedad. Me refiero a esas añadiduras al Ave-María que algunos
hacen antes de iniciar la letanía del Santo Rosario: “Dios te salve María, Hija de
Dios Padre…, Madre de Dios Hijo…, Esposa de Dios Espíritu Santo”.
Entre María y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
existen unas relaciones no sólo íntimas sino del todo singulares:
Con Dios Padre. María engendró en el tiempo el mismo Hijo que el Padre engendró en la
eternidad. Por eso afirmamos que el Padre y María han tenido el mismo Hijo. San
Anselmo lo dijo: “El Padre y la Virgen tuvieron naturalmente un Hijo común”.
Aunque es muy difícil de expresar esta realidad, el hecho histórico es que
María engendra al Hijo que, desde la eternidad, es engendrado en el seno de la
divinidad. De modo que la expresión de Dionisio Cartujano, que llama al Padre y
a María “copadres” de Jesucristo, es no sólo bella sino teológicamente
muy acertada.
La relación de
María con el Hijo. Ella es su verdadera Madre. Tan
Madre como lo es cualquiera de las madres del mundo. El Concilio de Éfeso ha
sido muy explícito, al definir no que María sea madre del hombre Jesús, sino
que es Madre de Dios, Madre de la única Persona –la segunda de la Trinidad- que
tiene dos naturalezas distintas y, a la vez, unidas en esa Persona. Ella
engendró la única Persona que existe en Jesucristo: al Verbo Encarnado. Por eso
es verdadera Madre suya, todo el componente biológico lo ha recibido de ella.
En los demás casos, hay un componente biológico que pertenece al padre y otro a
la madre. En el caso de Jesucristo, María le suministró todo el elemento
genético, por cuanto se trató de una concepción virginal, sin ninguna
aportación genética de un varón.
Esta
concepción virginal fue obra del Espíritu Santo:
“En las entrañas purísimas de la Virgen
María, el Espíritu Santo formó un cuerpo perfectísimo, creó de la nada un alma
y la unió a aquel cuerpo; y, de este modo, el que antes era Dios, sin dejar de
serlo, quedó hecho hombre”. Nada más lógico que los teólogos digan que
entre María y el Espíritu Santo existe una «relación esponsal».
Benedicto XVI, explica: “Sin María, la entrada de Dios en la historia no llegaría a su meta,
por cuanto no alcanzaría la declaración del Credo: que Dios no es únicamente un
Dios en sí y para sí mismo, sino un Dios para nosotros”. La historia de la
salvación, tal y como Dios la planificó desde toda la eternidad, no se habría
podido realizar sin el concurso –libre y consciente- de Maria. Gracias a que
María se entregó por completo a la voluntad del Padre y puso su cuerpo a
disposición plena del Espíritu Santo, el Verbo pudo tener un cuerpo con el que
realizar la salvación.
La devoción a María no es un lujo sino una
necesidad. El que excluya a Maria de su vida, excluye a Dios y a su plan de
salvación. Pongamos a María «en todo y para todo».
Se vive la vida trinitaria de Dios Amor
con el gozo de saberse amados por él y capacitados para amarle y hacerle amar (Lc
10,21). Hablamos de Dios no tal como es, sino tal y como podemos cogerlo.
Terminemos orando:
“Oh
Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayúdame a olvidarme totalmente de mí para
establecerme en Ti, inmóvil y tranquilo, como si ya mi alma estuviera en la
eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, oh mi
inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la hondura de tu Misterio.
Pacifica mi alma, haz de ella tu cielo, tu morada
de amor y el lugar de tu descanso. Que en ella nunca te deje solo, sino que
esté ahí con todo mi ser, todo despierto en fe, todo adorante, totalmente
entregado a tu acción creadora.
Oh mi Cristo amado, crucificado por amor, quisiera
ser, en mi alma, una esposa para tu Corazón, quisiera cubrirte de gloria,
quisiera amarte..., hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia: te pido ser
revestido de Ti mismo, identificar mi alma con cada movimiento de la Tuya,
sumergirme en Ti, ser invadido por Ti, ser sustituido por Ti, para que mi vida
no sea sino irradiación de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y
como Salvador.
Oh
Verbo eterno, Palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero
volverme totalmente dócil, para aprenderlo todo de Ti. Y luego, a través de
todas las noches, de todos los vacíos, de todas mis impotencias, quiero fijar
siempre la mirada en Ti y morar en tu inmensa luz.
Oh Astro mío querido, fascíname, para que ya no
pueda salir de tu esplendor.
Oh Fuego abrasador, Espíritu de amor, desciende
sobre mí, para que en mi alma se realice como una encarnación del Verbo: que yo
sea para Él como una prolongación de su Humanidad Sacratísima en la que renueve
todo su Misterio.
Y Tú, oh Padre, inclínate sobre esta pobre
criatura tuya, cúbrela con tu sombra, no veas en ella sino a tu Hijo Predilecto
en quien tienes todas tus complacencias.
Oh mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad
infinita, Inmensidad en que me pierdo, me entrego a Ti como una presa.
Sumérgete en mí para que yo me sumerja en Ti, hasta que vaya a
contemplar en tu luz el abismo de tus grandezas”.
(Sor Isabel de la Trinidad)
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