viernes, 25 de mayo de 2012

DOMINGO VIII DE PASCUA Evangelio Juan 20,19-23


“Como el Padre me ha enviado,
así los envío yo… Reciban el Espíritu Santo”

Solemnidad de Pentecostés
Día del Laico Católico
El Espíritu Santo, Aleluya.  

Llegamos con gozo a la celebración de la Solemnidad de Pentecostés. A la luz del Evangelio, propongo algunos “destellos de luz”.

I.   “Reciban el Espíritu Santo”: El gran don pascual. Cristo nació, vivió, murió y resucitó, para darnos su Espíritu. Dios cumple sus promesas:
  1. “Les daré un corazón nuevo, infundiré en ustedes un Espíritu nuevo” (Ez. 36,26). Necesitamos al Espíritu Santo, pues «el Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada» (Jn. 6,63). El Espíritu Santo no sólo nos da a conocer la voluntad de Dios, sino que nos hace capaces de cumplirla dándonos fuerzas y gracia: «Les infundiré mi Espíritu y haré que caminen según mis preceptos y que guarden y cumplan mis mandatos» (Ez. 36,27).
En un primer momento, Jesús se encuentra con la comunidad reunida, en donde realiza una serie de actos para confirmar su fe:
a.    Jesús Resucitado se pone en medio.
b.    Jesús les da la paz: El primer don del Resucitado.
c.    Jesús les muestra las llagas de sus manos: El Resucitado es el Crucificado. Mostrar las llagas tiene un doble significado: (1) su victoria sobre la muerte; nos dice: “Mira he vencido”; (2) es un signo de su inmenso amor que nos dice: “Mira cuánto te he amado, hasta dónde he ido por ti”.
d.    Jesús les muestra la herida del costado: el gesto nos remite a lo que observó el Discípulo Amado cuando estuvo al pie de la Cruz: “Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua”. La herida del costado de Jesús permanece para siempre en el cuerpo del Resucitado como una prueba de que él es la fuente de la vida.
e.    Los discípulos reaccionan con inmensa alegría: La alegría pascual fue la promesa de Jesús antes de su muerte: “Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo... Vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar”.
  1. “Sopló sobre ellos”: Para recibir el Espíritu debemos acercarnos a Cristo; Él –y sólo Él– lo comunica. Jesús exclamó: «El que tenga sed que venga a mí y beba» (Jn 7,37). Acerquémonos a Cristo en la oración, en los sacramentos, en la Eucaristía, para beber el Espíritu que mana de su costado abierto. Y es preciso acercarnos con sed, con deseo intenso e insaciable. De este modo, Cristo no nos deja huérfanos (Jn 14,18), nos da el Espíritu que es maestro interior (Jn 14,26; 16,13), que consuela y alienta (Jn 14,16; 16,22). 
  2. “Como el Padre me envió, así les envío yo”: Jesús al iniciar su ministerio afirma que ha sido «ungido por el Espíritu del Señor para anunciar la Buena Noticia a los pobres» (Lc 4,18). Y a los apóstoles les promete: «Recibirán la fuerza del Espíritu y serán mis testigos» (Hech 1,8). Jesús nos hace partícipes de su misma misión y lo hace comunicándonos la fuerza del Espíritu Santo.
Jesús envía al mundo a la comunidad compartiéndole su misión, su vida y su autoridad. De este modo les abre las puertas a los discípulos encerrados por el miedo y los lanza al mundo con una nueva identidad y como portadores de sus mismos dones:
a.    Los discípulos reciben la misma misión de Jesús: En la pascua se participa de la vida del Verbo encarnado y una forma concreta de participar de su vida es continuar su misión en el mundo.
b.    Los discípulos reciben la misma vida de Jesús: Para que la misión sea posible, los discípulos deben estar revestidos del Espíritu Santo. Cuando Jesús sopla el Espíritu Santo sobre ellos los hace “hombres nuevos”.
c.    Los discípulos reciben la misma autoridad de Jesús: El Resucitado envía a los discípulos con plena autoridad para perdonar pecados. El perdón de los pecados es acción del Espíritu, porque ser perdonado es dejarse crear por Dios. En la Pascua se cumplen las palabras del Bautista: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Cuando hay “obstinación” ante el mensaje pascual de los discípulos, éstos pueden “retener los pecados”, es decir “retener el perdón”. Esto no se refiere a una condenación, sino a un renovado llamado a la conversión. Según el Evangelio, “retener” es poner en “cuarentena” e inducir una pedagogía del perdón.
  1. “¿Cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa?”: Este signo muestra la universalidad de la predicación de la Iglesia, la caída de barreras lingüísticas y raciales ante la invasión del Espíritu de Jesús resucitado; lo contrario de lo que sucedió en Babel. La Iglesia de Jesús nació universal: católica y misionera.
El Espíritu Santo nada tiene que ver con la lentitud, la falta de energías, la pasividad, el desaliento; es impulso que nos hace testigos enviados, apóstoles, testigos y misioneros (Aparecida).
  1. El Espíritu Santo.
El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del Designio de nuestra salvación y hasta su consumación. En los "últimos tiempos", inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo, el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. 
«Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor. 2, 11). El Espíritu que lo revela nos hace conocer a Cristo, su Verbo, su Palabra viva, pero no se revela a sí mismo. El que "habló por los profetas" nos hace oír la Palabra del Padre. Pero a Él no le oímos. No le conocemos sino en la obra mediante la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibir al Verbo en la fe. El Espíritu de verdad que nos "desvela" a Cristo «no habla de sí mismo» (Jn 16,13). Un ocultamiento tan discreto, propiamente divino, explica por qué «el mundo no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce», mientras que los que creen en Cristo le conocen porque él mora en ellos.
La Iglesia es el lugar de nuestro conocimiento del Espíritu Santo:
      en las Escrituras que Él ha inspirado;
      en la Tradición, de la cual los Padres de la Iglesia son testigos siempre actuales;
      en el Magisterio de la Iglesia, al que Él asiste;
      en la liturgia sacramental, a través de sus palabras y sus símbolos, en donde el Espíritu Santo nos pone en Comunión con Cristo;
      en la oración en la cual Él intercede por nosotros;
      en los carismas y ministerios mediante los que se edifica la Iglesia;
      en los signos de vida apostólica y misionera;
      en el testimonio de los santos, donde Él manifiesta su santidad y continúa la obra de la salvación.
  1. La conversión, obra del Espíritu Santo
La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión: “Conviértanse porque el Reino de los Cielos está cerca”. Movidos por la gracia, volvemos a Dios y nos apartamos del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto. La justificación entraña, por tanto, el perdón de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior.
Los frutos del Espíritu Santo: Son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad.
  1. El “fuego” del Espíritu Santo
Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la Vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que «surgió como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha», con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo, figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, “que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías», anuncia a Cristo como el que «bautizará en el Espíritu Santo y el fuego», Espíritu del cual Jesús dirá: «He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!
Bajo la forma de lenguas “como de fuego”, el Espíritu Santo se posó sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de Él. La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo: “No extingan el Espíritu”.
La Voz de los Santos Padres nos anima: “Por el Espíritu Santo participamos de Dios. Por la participación del Espíritu venimos a ser partícipes de la naturaleza divina... Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están divinizados”. (San Atanasio)
Para recibir el Espíritu Santo, basta desearlo de verdad y preparar su venida: "¿Quién le quiere? Mirad que se da de balde"; "No dejes de desearlo con gran deseo... apareja tu posada… No sólo lo hemos de desear, pero hemos de aderezar la casa limpia" (San Juan de Ávila).
Un Pentecostés con la Madre de Jesús:
En la “Iglesia madre”, en el cenáculo con María, “todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Hech 2,4). Cada uno tiene carisma y misión diferentes; pero todo queda en familia, en “comunión de los santos”, como vasos comunicantes. Lo importante es ser coherentes con los carismas recibidos. Desde el día del bautismo, el Espíritu realiza un desposorio con Cristo, que debe desarrollarse durante toda la vida: compartir su misma vida y misión. Así la Iglesia se hace madre como y con María; la Encarnación y Pentecostés se armonizan, desplegando las diversas facetas de la maternidad mariana y eclesial.
Todo empezó en la “Anunciación”, cuando María, anticipo de la Iglesia, dijo que “sí” a la Palabra personal de Dios y a la nueva acción del Espíritu Santo.
"Este día  de Pentecostés es tan grande, de tanta dignidad, que quien en él no tiene parte, no la tiene en ningún otro día de Jesucristo; ya que la muerte de Jesucristo ganó perdón de pecados; pero sin la gracia que hoy se da, no te aprovecha nada" (S. Juan de Ávila).
Termino estas reflexiones, invitando a orar.
OREMOS JUNTOS:
Ven, Espíritu Divino,
manda un rayo de tu lumbre
desde el cielo.
Ven, oh Padre de los pobres;
Luz profunda; en tus dones,
Don espléndido.
No hay consuelo como el tuyo,
Dulce huésped de las almas,
mi descanso.
Suave tregua en la fatiga,
frescor en horas de bochorno,
Paz del llanto.
Luz santísima, penetra
en las almas de tus fieles hasta el fondo.
Qué vacío hay en el hombre,
qué dominio de la culpa sin tu soplo.
Lava el rostro de lo inmundo,
Llueve, Tú, nuestra sequía,
ven y sánanos.
Doma todo lo que es rígido.
Funde el témpano,
encamina lo extraviado.
Da, a los fieles que en Ti esperan,
Tus sagrados siete dones
y carismas.
Da su mérito al esfuerzo,
Salvación e inacabable
alegría.
Amén

No hay comentarios:

Publicar un comentario