domingo, 3 de junio de 2012

DOMINGO IX ORDINARIO Evangelio Mateo 28,16-20


“Bautícenlos en el nombre
del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”
Solemnidad de la Santísima Trinidad
La Iglesia celebra con gozo el domingo después de Pentecostés a la Santísima Trinidad. Misterio es todo aquello que no podemos entender con la razón. Y sólo lo podemos comprender cuando Dios nos lo revela.
El Misterio de la Santísima Trinidad -Un sólo Dios en tres Personas distintas-, es el misterio central de la fe y de la vida cristiana, pues es el misterio de Dios en Sí mismo. Ofrezco algunos “destellos de luz”, para reflexionar, en esta Solemnidad cristiana.

1.  ¿En qué consiste el Misterio?

Hay un solo Dios, en tres personas distintas entre sí, no por su naturaleza -que es la divinidad misma- sí por su obrar en la historia de la salvación:

> Dios Padre, es el "Principio-sin principio"; Causa última y absoluta de la vida, que no depende de nada ni de nadie, no fue creado ni engendrado; es por sí sólo el Principio de Vida; es la vida misma, que posee en absoluta comunión con el Hijo y con el Espíritu Santo.

> Dios Hijo, es engendrado -no creado- por el Padre; Jesús es Hijo eterno y consustancial (de la misma naturaleza o sustancia); Dios es al mismo tiempo Padre, como el que engendra, e Hijo como el que es engendrado.

> Dios Espíritu Santo, procede del Padre y del Hijo; es como una "espiración", soplo del Amor consustancial entre el Padre y el Hijo; Dios en su vida íntima es amor, que se personaliza en el Espíritu Santo.

2.  Diferentes "misiones" de las Tres Personas.

Si quisiéramos identificar a la Santísima Trinidad por sus "misiones" en el tiempo, o atribuciones, diríamos que:

El Padre es el Principio de Vida, de quien todo procede. Es el Creador.

El Hijo procede eternamente del Padre, engendrado por Él, asumió en el tiempo una naturaleza humana por nuestra salvación. Es el Redentor.

El Espíritu Santo es enviado por el Padre y el Hijo, como también procede de ellos, por vía de voluntad, a modo de amor; se manifestó primero en el Bautismo y en la Transfiguración de Jesús y luego el día de Pentecostés sobre los discípulos; habita en los corazones de los fieles con el don de la caridad (Ef 4,30). Es el Santificador.

Aunque es un dogma difícil de entender, fue el primero que entendieron los Apóstoles. Después de la Resurrección, comprendieron que Jesús era el Salvador enviado por el Padre. Y, cuando experimentaron la acción del Espíritu Santo dentro de sus corazones en Pentecostés, comprendieron que el único Dios era Padre, Hijo y Espíritu Santo.
San Pablo nos recuerda el fundamento trinitario de la vida cristiana: el bautizado entra a formar parte de una familia, la familia de Dios: el Padre es Dios, Jesucristo es el primogénito, el Espíritu Santo es el amor familiar, el “nosotros” divino.
    3.  Un acercamiento al Dogma.
San Agustín (353-430) intentaba entender el Misterio de la Santísima Trinidad y cómo explicarlo mejor. Caminando por una playa pensando en esto, se encontró un niñito jugando en la playa. ¿Qué hacía el pequeño? Corría del mar a la arena, echando poquitos de agua en un agujero que había abierto en la arena. 
San Agustín se distrae de su pensamiento sobre la Santísima Trinidad y se pone a hablar con el niño y le pregunta: Oye, ¿qué estás tratando de hacer con esos poquitos de agua del mar? Y ¿qué se imagina? - le dice el niño - ¡Estoy tratando de meter todo el mar en este hoyito! 
El Santo se ríe y trata de explicar al niño que eso no es posible. A lo que éste le responde: “¡Agustín eso que trato de hacer es más posible que lo que tú estás tratando de hacer, meter el Misterio de la Santísima Trinidad en tu cabeza!”. Con razón afirma el Santo de Hipona que sólo se puede conocer lo que Dios revela y asumirlo con la fe: "Si lo comprendes, no es Dios".
Explicar el Misterio de la Trinidad, no es que sea difícil, ¡es imposible!; porque es Misterio. Esto no quiere decir que sea un mito o que no sea real. A lo mejor tampoco podamos explicar qué es la electricidad, pero existe, la utilizamos y aprovechamos de ella.
  1. La Santísima Trinidad y el Misterio de la Inhabitación.
No es un privilegio de los místicos; la Inhabitación Trinitaria es la presencia de la Santísima Trinidad en el alma del que está en gracia de Dios.
El valor teológico de esta afirmación: es una verdad de fe divina y católica.
El testimonio de la Sagrada Escritura es claro, fiel y constante:
Si alguno me ama... mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada…  (Jn 14,23)
Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios, y Dios en él (1 Jn 4,16); ¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?... El templo de Dios es santo y ese templo sois vosotros (1 Co 3,16-17); ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios? (1Co 6,19); Vosotros sois templo de Dios vivo (2Co 6,16); Guarda el buen depósito por la virtud del Espíritu Santo, que mora en nosotros (2Tim 1,14).
Estamos habitados por Dios. Nunca estamos solos. Las Tres Divinas Personas viven en nosotros, nos conocen y aman; quieren vivificarnos y ser conocidos y amados por nosotros para mantener un continuo diálogo personal de amor. Somos templo suyo, templo vivo y habitado. Vivimos, nos movemos y existimos en el seno de la Trinidad; y los Tres habitan en nosotros por la gracia (Hech. 17,28)

  1. La fe en la Santísima Trinidad.
Los cristianos somos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Antes respondemos –nosotros mismos o nuestros padrinos– "Creo" a la triple pregunta que nos pide confesar nuestra fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu: "La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad" (S. Cesáreo de Arlés).
El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la "jerarquía de las verdades de fe".
Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos.
El fin último de todas las acciones de Dios es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad en el Cielo. Pero ya desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: “Si alguno me ama –dice el Señor– guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14,23).
  1. La Trinidad y la Evangelización.
Jesús envía a sus discípulos a evangelizar el mundo. Con la autoridad suprema de Jesús sobre el cielo y la tierra, los discípulos reciben el envío a la misión. Jesús hace algunas afirmaciones a partir del imperativo: “Vayan”.
a. El contenido de la misión: “Hacer discípulos”; Id, pues, y haced discípulos”. La tarea fundamental es hacer discípulos a todas las gentes. El Señor resucitado quiere  acoger a toda la humanidad en la comunión con Él. 
Hasta ahora ellos han sido los únicos discípulos. Jesús los llamó y los formó mediante un proceso de discipulado. Hacer “discípulos” es iniciar a otros en el “seguimiento”. De la misma manera que Jesús los llamó a su seguimiento y a través de ella los hizo pescadores de hombres, los misioneros deben atraer a todos los hombres al seguimiento de Jesús. 
“Seguimiento” quiere decir configurar el propio proyecto de vida en la propuesta de Jesús. El “discipulado” supone la docilidad: aceptar que es El Señor quien orienta el camino de la vida. Camino y meta revelados a lo largo del Evangelio.
b. Los destinatarios: la humanidad entera: “…A todas las gentes”. Puesto que en sus manos está el mundo entero y es superior al tiempo y al espacio, Jesús los manda todos los pueblos de la tierra. 
La primera misión se limitaba explícitamente a las “ovejas perdidas de la casa de Israel”. Ahora la misión no conoce restricciones: a todos los hombres, y “al hombre todo” (con todas sus dimensiones).
c. Insertando al nuevo discípulo en la familia trinitaria: “…Bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. En el bautismo se realiza la plena acogida de los discípulos de Jesús en el ámbito de la salvación y en su nueva familia. 
El presupuesto de la fe. El Bautismo “en el nombre del Padre y del Hijo y de Espíritu Santo” presupone el anuncio de Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y la fe incondicional en Dios.
El “nombre” de Dios está puesto en relación con el conocimiento de Él. Como se evidencia a lo largo del Evangelio: 
·       Dios manifiesta su amor para que nosotros podamos conocerlo y así entrar en relación con Él.
·       Es través de Jesús que Dios ha sido conocido como Padre, Hijo y Espíritu Santo. 
Jesús predicó sobre de Dios de una manera que no se conocía en el Antiguo Testamento. Allí se conocía al Dios en cuanto creador del cielo y de la tierra y se afirmó la enorme distancia entre el Creador y su criatura, lo cual hacía pensar en la infinita soledad de Dios. Jesús anunció que Dios no está solo sino que vive en comunión. Frente al Padre está el Hijo, ambos están unidos entre sí, se conocen, se comprenden y se aman recíprocamente en la plenitud y perfección divina por medio del Espíritu Santo.
Los discípulos deben bautizar en el “nombre” de este Dios, del Dios que así fue anunciado y creído.
Por eso, al interior de la Familia Trinitaria. 

El bautismo:
·         Nos sumerge en el ámbito poderoso de Dios y obra el paso hacia Él.
·         Nos pone bajo su protección y su poder.
·         Nos posibilita la comunión con Él, que en sí mismo es comunión.
·         Nos hace Hijos del Padre, unido con un amor ardiente a su Hijo.
·         Nos hace hermanos y hermanas del Hijo que, con todo lo que Él es, está ante el Padre.
·         Nos da el Espíritu Santo, quien nos une al Padre y al Hijo, nos abre a su benéfico influjo y nos hace vivir la comunión con ellos.
Si es verdad que el seguimiento nos introduce en el ámbito de vida de Jesús, el bautismo sella nuestra acogida en esta adorable comunión.
d. Enseñar a poner en práctica las enseñanzas de Jesús: El discipulado como un nuevo estilo de vida. La comunión con Dios, determinada por el seguimiento y sellada por el bautismo, exige a los discípulos un estilo de vida que esté a la altura de ese don.
Hay una gran continuidad entra la misión de Jesús y la de sus apóstoles:
·       De muchas maneras, desde las Bienaventuranzas hasta la visión del juicio final, Jesús instruyó a sus apóstoles. Ahora ellos deben transmitírselas a los nuevos discípulos. Las enseñanzas de Jesús no son opcionales.
·                     Fue Jesús quien llamó discípulos y los educó en una existencia según la voluntad de Dios. Ahora son ellos los que, por encargo suyo, deben llamar a todos como discípulos y educarlos en una vida recta. 
En otras palabras, todo lo que los discípulos recibieron del Maestro debe ser transmitido en la misión.
  1. La Santísima Trinidad y la Virgen María.
Quien vive esta realidad de fe, como María, que fue la primera en recibir el mensaje Trinitario, busca siempre hacer la voluntad de Dios y vivir siempre en actitud relacional con él y con los hermanos.
La primera vez que las escuché, me parecieron expresiones de piedad. Me refiero a esas añadiduras al Ave-María que algunos hacen antes de iniciar la letanía del Santo Rosario: “Dios te salve María, Hija de Dios Padre…, Madre de Dios Hijo…, Esposa de Dios Espíritu Santo”.
Entre María y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo existen unas relaciones no sólo íntimas sino del todo singulares:
Con Dios Padre. María engendró en el tiempo el mismo Hijo que el Padre engendró en la eternidad. Por eso afirmamos que el Padre y María han tenido el mismo Hijo. San Anselmo lo dijo: “El Padre y la Virgen tuvieron naturalmente un Hijo común”. Aunque es muy difícil de expresar esta realidad, el hecho histórico es que María engendra al Hijo que, desde la eternidad, es engendrado en el seno de la divinidad. De modo que la expresión de Dionisio Cartujano, que llama al Padre y a María “copadres” de Jesucristo, es no sólo bella sino teológicamente muy acertada.
La relación de María con el Hijo. Ella es su verdadera Madre. Tan Madre como lo es cualquiera de las madres del mundo. El Concilio de Éfeso ha sido muy explícito, al definir no que María sea madre del hombre Jesús, sino que es Madre de Dios, Madre de la única Persona –la segunda de la Trinidad- que tiene dos naturalezas distintas y, a la vez, unidas en esa Persona. Ella engendró la única Persona que existe en Jesucristo: al Verbo Encarnado. Por eso es verdadera Madre suya, todo el componente biológico lo ha recibido de ella. En los demás casos, hay un componente biológico que pertenece al padre y otro a la madre. En el caso de Jesucristo, María le suministró todo el elemento genético, por cuanto se trató de una concepción virginal, sin ninguna aportación genética de un varón. 
Esta concepción virginal fue obra del Espíritu Santo: “En las entrañas purísimas de la Virgen María, el Espíritu Santo formó un cuerpo perfectísimo, creó de la nada un alma y la unió a aquel cuerpo; y, de este modo, el que antes era Dios, sin dejar de serlo, quedó hecho hombre”. Nada más lógico que los teólogos digan que entre María y el Espíritu Santo existe una «relación esponsal».
Benedicto XVI, explica: “Sin María, la entrada de Dios en la historia no llegaría a su meta, por cuanto no alcanzaría la declaración del Credo: que Dios no es únicamente un Dios en sí y para sí mismo, sino un Dios para nosotros”. La historia de la salvación, tal y como Dios la planificó desde toda la eternidad, no se habría podido realizar sin el concurso –libre y consciente- de Maria. Gracias a que María se entregó por completo a la voluntad del Padre y puso su cuerpo a disposición plena del Espíritu Santo, el Verbo pudo tener un cuerpo con el que realizar la salvación.
La devoción a María no es un lujo sino una necesidad. El que excluya a Maria de su vida, excluye a Dios y a su plan de salvación. Pongamos a María «en todo y para todo».
Se vive la vida trinitaria de Dios Amor con el gozo de saberse amados por él y capacitados para amarle y hacerle amar (Lc 10,21). Hablamos de Dios no tal como es, sino tal y como podemos cogerlo.
Terminemos orando:
 “Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro, ayúdame a olvidarme totalmente de mí para establecerme en Ti, inmóvil y tranquilo, como si ya mi alma estuviera en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, oh mi inmutable, sino que cada minuto me sumerja más en la hondura de tu Misterio.
Pacifica mi alma, haz de ella tu cielo, tu morada de amor y el lugar de tu descanso. Que en ella nunca te deje solo, sino que esté ahí con todo mi ser, todo despierto en fe, todo adorante, totalmente entregado a tu acción creadora.
Oh mi Cristo amado, crucificado por amor, quisiera ser, en mi alma, una esposa para tu Corazón, quisiera cubrirte de gloria, quisiera amarte..., hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia: te pido ser revestido de Ti mismo, identificar mi alma con cada movimiento de la Tuya, sumergirme en Ti, ser invadido por Ti, ser sustituido por Ti, para que mi vida no sea sino irradiación de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.
Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios, quiero pasar mi vida escuchándote, quiero volverme totalmente dócil, para aprenderlo todo de Ti. Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas mis impotencias, quiero fijar siempre la mirada en Ti y morar en tu inmensa luz.
Oh Astro mío querido, fascíname, para que ya no pueda salir de tu esplendor.
Oh Fuego abrasador, Espíritu de amor, desciende sobre mí, para que en mi alma se realice como una encarnación del Verbo: que yo sea para Él como una prolongación de su Humanidad Sacratísima en la que renueve todo su Misterio.
Y Tú, oh Padre, inclínate sobre esta pobre criatura tuya, cúbrela con tu sombra, no veas en ella sino a tu Hijo Predilecto en quien tienes todas tus complacencias.
Oh mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad en que me pierdo, me entrego a Ti como una presa. Sumérgete en mí para que yo me sumerja en Ti, hasta que vaya a contemplar en tu luz el abismo de tus grandezas”.
(Sor Isabel de la Trinidad)

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