domingo, 9 de septiembre de 2012

DOMINGO XXIII ORDINARIO Ciclo B Evangelio Marcos 7,31-37


“Le dijo “Effetá”
que quiere decir Ábrete…
Todo lo ha hecho bien; 
hace oír a los sordos
y hablar a los mudos”.

Seguimos profundizando el Evangelio de San Marcos. A continuación  algunos “destellos de luz”, para reflexionar y aplicar la Palabra de Dios en el día a día de nuestra vida.
El Evangelio narra un milagro que necesitamos se repita abundantemente en nuestras comunidades cristianas y en cada uno de nosotros.

Estamos ante una escena de sanación. Contemplamos a Jesús en el momento en el que hace salir a un hombre de su incapacidad de comunicarse. San Ambrosio llama a este episodio y su repetición en el rito bautismal “el misterio de la apertura”.

Hay tres tiempos al interno de este relato breve que leemos:

1º La descripción del sordomudo (7,31-32),
2º Los signos y gestos de apertura de los oídos y del lenguaje en el hombre enfermo (7,33-34), y
3º Las consecuencias del milagro (7,35-37).
Con la pedagogía de la espiral, leamos con atención.

1. La descripción del sordomudo (7,31-32)
En el versículo 32, el Evangelio, hace dos afirmaciones concretas sobre la situación de sufrimiento del sordomudo:
1º Es un sordo que además hablaba con dificultad. Se trata de una persona que no oye y que se expresa con unos sonidos confusos, guturales de los cuales no se consigue captar el sentido.
2º Le ruegan a Jesús que imponga la mano sobre él. Se ve que este hombre no sabe siquiera qué es lo que quiere puesto que es necesario que otros lo lleven hasta donde Jesús.
Después de esto Jesús, apartándose de la gente a solas, le metió sus dedos en los oídos y con su saliva le toco la lengua.

2. Los signos y gestos de apertura de los oídos y del lenguaje en el hombre enfermo (7,33-35)

El milagro no es inmediato, Jesús quiere hacer entender a este hombre que lo quiere mucho, que su caso le interesa, que puede y quiere ocuparse de él para restablecerle el bienestar. Por esto lo separa de la multitud.

Jesús, apartándose de la gente a solas con el enfermo, lo lleva de un espacio de bullicio a otro espacio de silencio que supera el silencio al que ha sido sometido este hombre por su enfermedad. Jesús lo lleva a un nuevo silencio, un silencio que brota de la comunión íntima entre los dos.

Lo separa de una multitud que busca a Jesús con expectativas milagreras. Que conocen a Dios de manera funcional e interesada pero que no han dejado hablar a Dios del infinito amor que siente por cada uno y del proyecto de amor que le propone a cada hombre en el mundo.

Esta separación de la multitud lleva al sordomudo a abrir también los oídos a un nuevo conocimiento de Dios que se revela a través del interés, de la delicadeza que Jesús muestra amablemente por él.

Después de llevarlo a parte, Jesús hace tres gestos simbólicos que indican lo que quiere hacer con él.

1º Le introduce los dedos en las orejas para volver a abrirle los canales de la comunicación.
2º Le unge la lengua con saliva para transmitirle su misma fluidez comunicativa en la que expresa toda la riqueza que lleva dentro. Jesús le da su propia comunicación, su capacidad de hablar desde el fondo del misterio.

Es extraña la actitud de Jesús de colocar su propia saliva sobre la lengua enferma. El significado es profundo. De qué otra manera se podría describir la intensa identificación entre Jesús y el sordomudo. Jesús entra en la vida de una persona encerrada en su propio mundo, para sacarla de allí, no de una manera superficial sino para hacer que se exprese de una manera clara como lo hacía el mismo Jesús que se relacionaba con Dios, con los pecadores, con los enemigos, con los niños, con los grandes sin ninguna dificultad.
Cómo expresarle amor a quien se ha bloqueado, a quien se ha encerrado en sí mismo sino con gestos físicos concretos. Jesús comienza con la sanación de la escucha y luego como consecuencia la sanación de la lengua. Primero saber oír para después poder hablar.
3º Levanta la mirada hacia el cielo y se le escucha un gemido que indica su sufrimiento y su participación en la situación dolorosa de este hombre, por eso Jesús al mismo tiempo que coloca los dedos en los oídos gime.

La comunicación no es sólo física, sino una comunicación profunda, en la que Jesús capta el corazón del enfermo y le da voz en su propia oración. Este suspiro de Jesús indica la plenitud interior del Espíritu Santo en Jesús.

Después de los tres gestos simbólicos, con los que Jesús ha entrado en el mundo interior del sordomudo por medio del tacto, de la saliva, de su mirada hacia el cielo, sigue la orden de Jesús, su palabra con autoridad que reconstruye la vida del hombre. Su palabra sanadora resuena con mucha fuerza: Effatá que quiere decir ábrete.

La palabra hebrea «Effetá», “Ábrete”, evoca a Ez 24,27: «Tu boca se abrirá, y hablarás». En el ritual del bautismo de adultos se repite este gesto de Jesús para significar que al recién bautizado se le abre el oído para entender la Palabra de Dios y se le suelta la lengua para poder proclamarla.

Los bautizados necesitamos que Cristo sane nuestra sordera para que su Palabra penetre de verdad en nosotros y nos transforme, y para que no relativicemos su Palabra según nuestro gusto o conveniencia. Al escuchar el Evangelio deberíamos darnos cuenta de que somos “sordos”, y pedir a Cristo que nos abra el oído, para tener una actitud incondicional de escucha.

El milagro se describe en tres pasos: 

Una apertura: se le abrieron sus oídos.
La soltura de la lengua, como un nudo complicado que se desata.
La capacidad de expresarse correctamente. Este hombre logra un excelente nivel de expresividad. Dice el texto y hablaba correctamente.
Apertura, soltura de la lengua y capacidad de expresión correcta. Esto es lo que sucede en este hombre.

3. Las consecuencias del milagro (7,35-37)

El milagro se generaliza. La capacidad de expresión del sordomudo se vuelve contagiosa. Todo el mundo se vuelve comunicativo. Caen las barreras, la palabra se expande con frenesí. La gente queda maravillada. La admiración y la alegría se difunden por los valles y las ciudades de Galilea: “Y se maravillaban sobremanera y decían: ‘Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos’” (v.37).

Esta persona, que vivía encerrada en su propio mundo, que no sabía expresarse, que no podía hacerse entender, es relanzada por Jesús a comunicación auténtica. En el “Effatá” de Jesús, resuena la palabra de sanación física y la obra de la gracia para la humanidad entera.

Señor, abre mis labios… y mi boca proclamará tu alabanza.
Es intolerable que seamos sordos al Evangelio y  “mudos” para proclamarlo. Dios no quiere una Iglesia de “mudos”, de bautizados que no sienten el deseo y el entusiasmo de anunciar gozosamente a su alrededor la Buena Noticia del amor de Dios a los hombres con obras y palabras. Los no creyentes tienen derecho a escuchar de nosotros la Palabra de salvación y a recibir el testimonio que la confirma.
Jesús cura al sordomudo para hacernos saber que quiere curar nuestra sordera y nuestra mudez más profunda. La única condición es que nos reconozcamos sordos y mudos, necesitados de curación, y que lo pidamos con fe. Jesús hace el milagro porque se lo piden. Si pedimos de verdad, todos veremos cosas grandes.

La enfermedad y el sufrimiento, dos realidades presentes.
La enfermedad y el sufrimiento son dos de los problemas más graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud.
La enfermedad nos lleva a pensare en la muerte; conduce a la angustia, al ensimismamiento, incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede hacer a la persona más madura, a discernir en su vida lo que no es esencial. La enfermedad conduce a una búsqueda de Dios, a un retorno a él.

El enfermo ante Dios
La persona en la Biblia vive la enfermedad de cara a Dios, ante Él se lamenta e implora la curación. La enfermedad se convierte en camino de conversión y el perdón de Dios inaugura la curación. La enfermedad, de una manera misteriosa, se vincula al pecado y al mal; y el sufrimiento puede tener también un sentido redentor por los pecados de los demás. 

Cristo, el gran y supremo médico.

La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones son un signo maravilloso de que «Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados: vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan.

Su compasión por los que sufren llega hasta identificarse con ellos: «Estuve enfermo y me visitaron». Este amor de predilección no ha cesado, el Señor sigue suscitando personas que atiendan a los que sufren en su cuerpo y en su alma. 

Jesús pide a los enfermos que crean. Se sirve de signos para curar: saliva e imposición de manos, barro y ablución. Los enfermos tratan de tocarlo «pues salía de él una fuerza que los curaba a todos». En los sacramentos, Cristo continúa “tocándonos” para sanarnos.
Conmovido por el sufrimiento, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: «El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades». No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal y quitó el “pecado del mundo”. Por su pasión y muerte en la Cruz, dio un sentido nuevo al sufrimiento.

 “Sanen a los enfermos...”
Cristo invita a sus discípulos a seguirle tomando su cruz. Hay una nueva visión sobre la enfermedad y sobre los enfermos: Les hace participar de su ministerio de compasión y de curación: «Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban».
El Señor resucitado renueva este envío: «En mi nombre...impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien»; y lo confirma con los signos que la Iglesia realiza invocando su nombre.

Estos signos manifiestan de una manera especial que Jesús es verdaderamente “Dios salva.

El Espíritu Santo da a algunos un carisma especial de curación para manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado. Pero, ni siquiera las oraciones más fervorosas obtienen la curación de todas las enfermedades. Pablo aprende del Señor que «mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza», y que los sufrimientos que tengo que padecer, tienen como sentido: «completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia».

«Sanar a los enfermos». La Iglesia ha recibido esta tarea del Señor e intenta realizarla tanto mediante los cuidados que proporciona a los enfermos como por la oración de intercesión con la que los acompaña. Cree en la presencia vivificante de Cristo, médico de las almas y de los cuerpos. Esta presencia actúa particularmente a través de los Sacramentos, y de manera especial por la Eucaristía (1 Cor 11,30).

La Penitencia y la Unción de los enfermos son los Sacramentos de curación. La Iglesia continúa en ellos con la fuerza del Espíritu Santo, la obra de curación y de salvación de Cristo en sus propios miembros.

Todo lo ha hecho bien:
Una síntesis de la vida de Jesús: “Todo lo ha hecho bien”. Parecido al de los Hechos: “Pasó haciendo el bien” (Hch 10,38). El Salvador trae la verdadera salvación: “Dios salva al hombre por medio del hombre”: «Todo lo que hace es admirable: hace oír a los sordos y hablar a los mudos»

Escribe Marcos: “Si alguno tiene oídos para oír, oiga.” (Mc 4,23). ¿Sería que el pueblo de Israel era sordo? El pueblo de Israel tenía oídos, pero no para oír la Palabra de Dios, sus obras contradecían a lo que Dios demandaba de cada uno. No había lugar en el corazón del pueblo para la Palabra de Dios, por la dureza de su corazón. Al sordo se le llama rebelde, porque a causa de su rebeldía no quería oír la corrección y por su rebeldía no se sujeta a la Palabra de de Dios.

¿Qué es lo que nos hace sordos? ¿Qué nos vuelve mudos? Por haber escuchado las insinuaciones del enemigo y sus palabras, nuestros antepasados fueron los primeros sordos. Hoy nosotros somos incapaces de escuchar y comprender las amables inspiraciones del Verbo eterno. 

Por eso, terminemos orando e invocando nuestra pronta conversión:
Señor:
Tú eres bondadoso y misericordioso, y todo lo hiciste muy bien, creando de la nada cuanto existe.
Tú eres clemente y comprensivo, y no quieres la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.
Tú eres paciente y fiel, y esperas al hijo pródigo e invitas  al justo a alegrarse a  su regreso.                                    
Tú tanto amaste al mundo, que enviaste a tu Hijo  único, no para juzgarnos, sino para salvarnos.
Tú quieres que todos los hombres se salven, lleguen al conocimiento de la verdad  y sean uno como tú eres uno.

Te pido la conversión de los que, como yo, son pecadores, quiero unirme a tu deseo de salvación, solidarizándome con mis hermanos  y  emprendiendo con  ellos un camino de  sincera  conversión.

Dame la gracia de cumplir tus mandamientos alimentando al hambriento, dando de beber al sediento, vistiendo al desnudo, alojando al forastero, visitando al enfermo y al encarcelado, descubriéndote y respetándote en la obra  de tus manos.
  
Cambia mi forma de pensar y de sentir, porque muchas veces no parezco hijo tuyo. Con tu poder y gracia, abre mis oídos y mi boca.

Permíteme disfrutar al final de los tiempos del banquete que tienes preparado no sólo para  los que te conocen y sirven, sino también para aquellos que no han tenido esa gracia   y que,  a pesar de no saberlo, son hijos tuyos.  

Amén.

Que el Señor siga bendiciéndonos. 

¡Señor, abre mis labios para que mi boca te proclame!

P. Marco Bayas O. CM

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