“Yo soy el Pan que ha
bajado
del cielo… el que coma
de este Pan
vivirá para siempre.
El Pan que yo daré es
mi carne,
y la daré para vida del mundo.”
Continuamos en este domingo, analizando
el Discurso del Pan de Vida. A continuación propongo algunos “destellos de luz”, para reflexionar y
aplicar la Palabra de Dios en el día a día de nuestra vida.
El
capítulo 6 del Evangelio de San Juan, tiene varias partes, que están articuladas
por siete preguntas y dos declaraciones que culminan en una confesión de fe. De
manera breve, revisemos esto:
1º: “¿Rabí,
cuándo has llegado aquí?” (6,25). Pregunta circunstancial: la gente se
extraña de encontrar a Jesús en Cafarnaúm, pues creían que estaba al otro lado
del lago. Esta pregunta conecta la multiplicación de los panes con la
catequesis sobre el Pan en la sinagoga de Cafarnaúm.
2º: “¿Qué
hemos de hacer para obrar las obras de Dios?” (6,28). Sube el tono de
la conversación y se inicia una búsqueda profunda. Se indaga por el cómo vivir
en sintonía con la voluntad de Dios.
3º: “¿Qué
señal haces para que viéndola creamos en ti? ¿Qué obra realizas?”
(6,30).
De la conversación pacífica se pasa a la polémica: se desafía al
Maestro, entonces él hace su propuesta clara: “El pan que Dios da es el que ha
bajado del cielo y que da vida al mundo” (6,33).
Se
hace una pausa para expresar la primera apertura de la fe: “Señor, danos
siempre de ese pan” (6,34). El auditorio entra en la ruta correcta para
comprender a Jesús, la revelación más importante comienza.
4º: “¿No
es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede
decir ahora “he bajado del cielo”?” (6,42). Ante la revelación de Jesús sobre
el origen de su vida y de su obra, surge una serie de preguntas calificadas por
el evangelista de “murmuraciones”, “cuchicheos”, es decir, resistencias para
creer.
5º: “¿Cómo
puede éste darnos a comer su carne?” (6,52). Jesús es malinterpretado, pero
esto lleva a su máxima revelación. El corazón del misterio del proyecto de Dios
llega al hombre.
6º: “Es
duro este lenguaje, ¿Quién puede escucharlo?” (6,60). El discurso
termina. Los discípulos entran en escena. Ellos expresan su resistencia para
seguir siendo discípulos y vivir a fondo la propuesta del Señor. La dificultad y
radicalidad del seguimiento es puesta sobre el tapete.
7º: “Señor,
¿a quién vamos a ir?” (6,68). El verdadero discípulo es quien “cree”;
el que sigue a Jesús por el camino que Él revela. Al final, un grupo de
discípulos presidido por Pedro da el salto de la fe.
Llegamos
al punto final, la confesión de fe propia del que se hace discípulo: “Tú
tienes palabra de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el
Santo de Dios” (6,68-69).
Con
fuertes argumentos bíblicos Jesús no les deja a sus oyentes más que dos
alternativas: aceptar o rechazar.
El
mensaje central.
La
bellísima expresión “Pan de la Vida”, significa “Palabra
que hay que acoger = creer y en encarnar =comer”; su verdadero sentido
es “Pan de vida = Palabra hecha carne”.
Los judíos, los jefes del pueblo, murmuran:
“¿No es éste Jesús, el hijo de José, de
quien conocemos el padre y la madre? ¿Cómo puede decir que ha bajado del
cielo?” (6,42). Ellos se creían
capaces de conocer y reconocer las cosas que vienen de Dios, pero se
equivocaban. Si estuviesen abiertos a las cosas de Dios, sentirían el impulso
de Dios que los atrae a Jesús y aceptarían que Él viene de Dios (6,45). Al
celebrar la Pascua, los judíos recordaban el maná-pan del desierto. Jesús revela
algo más. ¡Quien celebra la Pascua recordando sólo el pan que los padres
comieron en el desierto, morirá como todos ellos! El verdadero sentido de la
Pascua no es el de recordar el maná que en el pasado cayó del cielo, sino
aceptar a Jesús Pan de Vida, que ha bajado del cielo, para dar la vida al
mundo. El milagroso alimento que
recibe el mundo es señal de que Dios está con él.
Utilicemos la pedagogía de la espiral, subamos
con Jesús:
«Los judíos
murmuraban», como los
israelitas contra Moisés en el desierto, la murmuración manifiesta la falta de
fe y se dirige contra Dios.
«¿No es este el
hijo de José?» Los judíos
murmuran de Jesús, «pan bajado del cielo». No creen en su palabra. No se fiaban de Él. Preferían permanecer
encerrados en su razón, en su experiencia, en sus sentidos y en sus intereses.
La fe exige de nosotros un salto, un abandono, un adherirse a algo nuevo. La fe
nos invita a ir siempre “más allá”. La fe es «prueba de las realidades que no se ven» (Hebr 11,1).
«Jesús les
respondió». Jesús no
retira ni corrige sus afirmaciones anteriores; reafirma y confirma que la fe es
don de Dios, que la obra humana es “dejarse llevar” por ese atractivo con el
que el Padre nos pone ante su Hijo.
«Nadie puede
venir a mí si el Padre no lo atrae». La fe responde a la atracción del Padre, a la acción suya íntima
y secreta en lo hondo de nuestra alma. La adhesión a Cristo es siempre
respuesta a una acción previa de Dios en nosotros. Pero es necesario acogerla;
por eso la fe es obediencia (Rom 1,5), sumisión a Dios, rendimiento, aceptación
y acatamiento. Y termina en adoración.
El único “padre” de Jesús
es Dios, «El Padre», así, corrige a sus interlocutores, que acaban de
nombrar a José como padre de Jesús.
«Yo soy el pan
de la vida». Jesús se
revela como el pan que alimenta y da vida; no sólo en la Eucaristía, sino en
todo momento. La fe nos permite “comulgar” –entrar en comunión con Cristo–. La
fe nos une a Cristo, que es la fuente de la vida.
Por eso, el mismo Jesús
revela y asevera:
«En verdad les
digo, el que cree tiene vida eterna». Todo acto de fe acrecienta nuestra unión con Cristo y, por lo
mismo nuestra vida.
«Mi carne»: es decir, mi naturaleza humana, mi humanidad
(1,14).
«Para que el
mundo tenga vida»:
El fin primordial de su obra, dar vida. El anuncio de la Eucaristía es claro, hasta
provocar el escándalo. El texto ubica frente a los otros evangelistas en la
institución de la Eucaristía bajo la especie de pan, acentuando su aspecto
redentor, de sacrificio.
Cristo revela progresivamente
el Espíritu Santo a través de la Eucaristía. Jesús no revela plenamente el Espíritu Santo sino hasta su
Glorificación, luego de su Muerte y Resurrección. Lo revela poco a poco,
incluso en su enseñanza a la muchedumbre, cuando revela que su Carne será
alimento para la vida del mundo.
El memorial
sacrificial de Cristo y de su Cuerpo, es la Iglesia. La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único
sacrificio. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua
de Cristo, el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz,
permanece siempre actual: Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la Cruz, en el que Cristo,
nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención.
Por ser memorial de la Pascua de Cristo,
la Eucaristía es también un
sacrificio. El carácter sacrificial de la
Eucaristía se manifiesta en las palabras de la institución: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros» y «Esta
copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que
por nosotros entregó en la cruz, y la
misma sangre que derramó por todos para la remisión
de los pecados.
La Eucaristía es
un sacrificio porque representa y
hace presente el sacrificio de la cruz, porque es su
memorial y aplica su fruto. Cristo,
nuestro Dios y Señor, se ofreció a Dios Padre una vez por todas, muriendo como
intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para los hombres una
redención eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su
sacerdocio, en la última Cena, la noche en que fue entregado, quiso dejar a la Iglesia,
su esposa amada, un sacrificio
visible, cuya memoria se perpetuaría hasta el
fin de los siglos y cuya virtud saludable se aplicaría a la redención de los pecados
que cometemos cada día.
El sacrificio de Cristo y el sacrificio
de la Eucaristía son un
único sacrificio: Es una y la misma
víctima, que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, que se
ofreció a si misma entonces sobre la cruz.
La Eucaristía es el sacrificio de la Iglesia,
que es el Cuerpo de Cristo, y participa en la ofrenda de su Cabeza. Con Él,
ella se ofrece totalmente. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su
oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren
así un valor nuevo.
A la ofrenda de Cristo se unen, no sólo
los miembros de la Iglesia peregrina, sino también
los que están ya en la gloria del cielo:
La Iglesia ofrece el sacrificio eucarístico en comunión con la santísima Virgen
María y haciendo memoria de ella así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía,
la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la
intercesión de Cristo.
Necesidad y frutos de la comunión
eucarística.
Los fieles, con las debidas
disposiciones, deben comulgar
cuando participan en la misa. El mismo Señor
nos dirige una invitación urgente
a recibirle en el sacramento de la
Eucaristía: «En verdad, en verdad les digo:
si no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tendrán vida
en ustedes» (Jn 6,53).
La Iglesia recomienda a los fieles recibir
la sagrada comunión cada vez que participen
en la misa; manda participar los domingos y días
de fiesta en la misa y comulgar al
menos una vez al año, en Pascua
de Resurrección. Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir
el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.
Recordemos que la Sagrada Comunión produce
los siguientes frutos:
- acrecienta nuestra unión íntima con Cristo;
- conserva, acrecienta y renueva la gracia recibida en el Bautismo;
- purifica de los pecados veniales, y fortalece la caridad;
- preserva de los pecados mortales y fortalece la amistad con Cristo;
- renueva, fortalece y profundiza la unidad con toda la Iglesia;
- compromete en favor de los pobres, en ellos reconocemos a Jesús;
- nos da la prenda de la gloria futura.
El camino de la vida sólo se puede
afrontar con el alimento del “Pan de Vida” que es Jesús. Los desánimos, la
agresividad y la “huida” de la realidad, no proceden del Espíritu Santo.
Con
Cristo presente, todo se disculpa, todo se cree, todo se espera, todo se sufre;
porque se puede “caminar en el amor” de quien nada antepuso a nuestro amor.
Terminemos orando con San Alfonso María de Ligorio:
Creo, Jesús mío, que estás realmente presente en el
Santísimo Sacramento del Altar. Te amo sobre todas las cosas y deseo recibirte
en mi alma. Pero como ahora no puedo recibirte sacramentado, ven por lo menos
espiritualmente a mi corazón. Y como si ya te hubiera recibido, te abrazo y me
uno todo a Ti. No permitas, Señor, que jamás me separe de Ti. Amén.
P. Marco Bayas O. CM
No hay comentarios:
Publicar un comentario