“Le dijo “Effetá”
que quiere decir Ábrete…
Todo lo ha hecho bien;
hace
oír a los sordos
y
hablar a los mudos”.
Seguimos profundizando el Evangelio de
San Marcos. A continuación algunos “destellos de luz”, para reflexionar y
aplicar la Palabra de Dios en el día a día de nuestra vida.
El Evangelio narra un milagro que necesitamos se repita abundantemente
en nuestras comunidades cristianas y en cada uno de nosotros.
Estamos
ante una escena de sanación. Contemplamos a Jesús en el momento en el que hace
salir a un hombre de su incapacidad de comunicarse. San Ambrosio llama a este
episodio y su repetición en el rito bautismal “el misterio de la apertura”.
Hay tres tiempos al interno de este relato breve
que leemos:
1º La
descripción del sordomudo (7,31-32),
2º Los
signos y gestos de apertura de los oídos y del lenguaje en el hombre enfermo (7,33-34),
y
3º Las
consecuencias del milagro (7,35-37).
Con la
pedagogía de la espiral, leamos con atención.
1.
La descripción del sordomudo (7,31-32)
En el
versículo 32, el Evangelio, hace dos afirmaciones concretas sobre la situación
de sufrimiento del sordomudo:
1º Es un
sordo que además hablaba con dificultad. Se trata de una persona que no oye y
que se expresa con unos sonidos confusos, guturales de los cuales no se
consigue captar el sentido.
2º Le
ruegan a Jesús que imponga la mano sobre él. Se ve que este hombre no sabe
siquiera qué es lo que quiere puesto que es necesario que otros lo lleven hasta
donde Jesús.
Después
de esto Jesús, apartándose de la gente a solas, le metió sus dedos en los oídos
y con su saliva le toco la lengua.
2.
Los signos y gestos de apertura de los oídos y del lenguaje en el hombre
enfermo (7,33-35)
El milagro no es inmediato, Jesús quiere hacer
entender a este hombre que lo quiere mucho, que su caso le interesa, que puede
y quiere ocuparse de él para restablecerle el bienestar. Por esto lo separa de
la multitud.
Jesús,
apartándose de la gente a solas con el enfermo, lo lleva de un espacio de
bullicio a otro espacio de silencio que supera el silencio al que ha sido
sometido este hombre por su enfermedad. Jesús lo lleva a un nuevo silencio, un
silencio que brota de la comunión íntima entre los dos.
Lo
separa de una multitud que busca a Jesús con expectativas milagreras. Que
conocen a Dios de manera funcional e interesada pero que no han dejado hablar a
Dios del infinito amor que siente por cada uno y del proyecto de amor que le
propone a cada hombre en el mundo.
Esta separación
de la multitud lleva al sordomudo a abrir también los oídos a un nuevo
conocimiento de Dios que se revela a través del interés, de la delicadeza que
Jesús muestra amablemente por él.
Después
de llevarlo a parte, Jesús hace tres gestos simbólicos que indican lo que
quiere hacer con él.
1º Le
introduce los dedos en las orejas para volver a abrirle los canales de la
comunicación.
2º Le
unge la lengua con saliva para transmitirle su misma fluidez comunicativa en la
que expresa toda la riqueza que lleva dentro. Jesús le da su propia
comunicación, su capacidad de hablar desde el fondo del misterio.
Es extraña la actitud de Jesús de colocar su
propia saliva sobre la lengua enferma. El significado es profundo. De qué otra
manera se podría describir la intensa identificación entre Jesús y el
sordomudo. Jesús entra en la vida de una persona encerrada en su propio mundo,
para sacarla de allí, no de una manera superficial sino para hacer que se
exprese de una manera clara como lo hacía el mismo Jesús que se relacionaba con
Dios, con los pecadores, con los enemigos, con los niños, con los grandes sin
ninguna dificultad.
Cómo
expresarle amor a quien se ha bloqueado, a quien se ha encerrado en sí mismo
sino con gestos físicos concretos. Jesús comienza con la sanación de la escucha
y luego como consecuencia la sanación de la lengua. Primero saber oír para
después poder hablar.
3º Levanta
la mirada hacia el cielo y se le escucha un gemido que indica su sufrimiento y
su participación en la situación dolorosa de este hombre, por eso Jesús al
mismo tiempo que coloca los dedos en los oídos gime.
La
comunicación no es sólo física, sino una comunicación profunda, en la que Jesús
capta el corazón del enfermo y le da voz en su propia oración. Este suspiro de
Jesús indica la plenitud interior del Espíritu Santo en Jesús.
Después
de los tres gestos simbólicos, con los que Jesús ha entrado en el mundo
interior del sordomudo por medio del tacto, de la saliva, de su mirada hacia el
cielo, sigue la orden de Jesús, su palabra con autoridad que reconstruye la
vida del hombre. Su palabra sanadora resuena con mucha fuerza: Effatá que
quiere decir ábrete.
La palabra hebrea «Effetá»,
“Ábrete”, evoca a Ez 24,27: «Tu
boca se abrirá, y hablarás». En el
ritual del bautismo de adultos se repite este gesto de Jesús para significar
que al recién bautizado se le abre el oído para entender la Palabra de Dios y
se le suelta la lengua para poder proclamarla.
Los
bautizados necesitamos que Cristo sane nuestra sordera para que su Palabra
penetre de verdad en nosotros y nos transforme, y para que no relativicemos su
Palabra según nuestro gusto o conveniencia. Al escuchar el Evangelio deberíamos
darnos cuenta de que somos “sordos”, y pedir a Cristo que nos abra el oído,
para tener una actitud incondicional de escucha.
El
milagro se describe en tres pasos:
1º Una
apertura: se le abrieron sus oídos.
2º La
soltura de la lengua, como un nudo complicado que se desata.
3º La
capacidad de expresarse correctamente. Este hombre logra un excelente
nivel de expresividad. Dice el texto y hablaba correctamente.
Apertura,
soltura de la lengua y capacidad de expresión correcta. Esto es lo que sucede
en este hombre.
3.
Las consecuencias del milagro (7,35-37)
El
milagro se generaliza. La capacidad de expresión del sordomudo se vuelve
contagiosa. Todo el mundo se vuelve comunicativo. Caen las barreras, la palabra
se expande con frenesí. La gente queda maravillada. La admiración y la alegría
se difunden por los valles y las ciudades de Galilea: “Y se maravillaban sobremanera y decían: ‘Todo lo ha hecho
bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos’” (v.37).
Esta
persona, que vivía encerrada en su propio mundo, que no sabía expresarse, que
no podía hacerse entender, es relanzada por Jesús a comunicación auténtica. En
el “Effatá” de Jesús, resuena la palabra de sanación física y la obra de la
gracia para la humanidad entera.
Señor, abre mis labios… y mi boca
proclamará tu alabanza.
Es
intolerable que seamos sordos al Evangelio y “mudos” para proclamarlo. Dios no quiere una
Iglesia de “mudos”, de bautizados que no sienten el deseo y el entusiasmo de
anunciar gozosamente a su alrededor la Buena Noticia del amor de Dios a los
hombres con obras y palabras. Los no creyentes tienen derecho a escuchar de
nosotros la Palabra de salvación y a recibir el testimonio que la confirma.
Jesús cura al sordomudo para hacernos
saber que quiere curar nuestra sordera y nuestra mudez más profunda. La única condición
es que nos reconozcamos sordos y mudos, necesitados de curación, y que lo
pidamos con fe. Jesús hace el milagro porque se lo piden. Si pedimos de verdad,
todos veremos cosas grandes.
La enfermedad y el sufrimiento,
dos realidades presentes.
La
enfermedad y el sufrimiento son dos de los problemas más graves que aquejan la
vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites
y su finitud.
La enfermedad nos lleva a pensare en la
muerte; conduce a la angustia, al ensimismamiento, incluso a la desesperación y
a la rebelión contra Dios. Puede hacer a la persona más madura, a discernir en
su vida lo que no es esencial. La enfermedad conduce a una búsqueda de Dios, a un
retorno a él.
El enfermo ante Dios
La persona en la Biblia vive la
enfermedad de cara a Dios, ante Él se lamenta e implora la curación. La
enfermedad se convierte en camino
de conversión y el perdón de Dios
inaugura la curación. La enfermedad, de una manera misteriosa, se vincula al
pecado y al mal; y el sufrimiento puede tener también un sentido redentor por
los pecados de los demás.
Cristo,
el gran y supremo médico.
La compasión
de Cristo hacia los enfermos y sus
numerosas curaciones son un signo maravilloso de que «Dios
ha visitado a su pueblo» (Lc 7,16)
y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino
también de perdonar los
pecados: vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los
enfermos necesitan.
Su compasión por los que sufren llega hasta
identificarse con ellos: «Estuve
enfermo y me visitaron». Este
amor de predilección no ha cesado, el Señor sigue suscitando personas que
atiendan a los que sufren en su cuerpo y en su alma.
Jesús pide a los enfermos que crean. Se sirve
de signos para
curar: saliva e imposición de manos, barro y ablución. Los enfermos tratan de tocarlo «pues salía de él una fuerza que los curaba a todos». En los
sacramentos, Cristo continúa “tocándonos” para sanarnos.
Conmovido por el sufrimiento, Cristo no
sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace
suyas sus miserias: «El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras
enfermedades». No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de
la venida del Reino de Dios. Anunciaban
una curación más radical: la
victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso
del mal y quitó el “pecado del mundo”. Por su pasión y muerte en la Cruz, dio un sentido nuevo al sufrimiento.
“Sanen a los enfermos...”
Cristo invita a sus discípulos a
seguirle tomando su cruz. Hay una nueva visión sobre la enfermedad y sobre los
enfermos: Les hace participar de su ministerio
de compasión y de curación: «Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran;
expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban».
El Señor resucitado renueva este envío:
«En mi nombre...impondrán las
manos sobre los enfermos y se pondrán bien»;
y lo confirma con los signos que la Iglesia realiza invocando su nombre.
Estos signos manifiestan de una manera
especial que Jesús es verdaderamente “Dios salva”.
El Espíritu Santo da a algunos un carisma especial de curación para
manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado. Pero, ni siquiera las oraciones más fervorosas obtienen la
curación de todas las enfermedades. Pablo
aprende del Señor que «mi
gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza», y que los sufrimientos que tengo que padecer, tienen como
sentido:
«completo en mi carne lo que
falta a las tribulaciones de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia».
«Sanar a los enfermos».
La Iglesia ha recibido esta tarea del Señor e intenta realizarla tanto mediante
los cuidados que proporciona a los
enfermos como por la
oración de intercesión con la que
los acompaña. Cree en la presencia vivificante de Cristo, médico de las almas y
de los cuerpos. Esta presencia actúa particularmente a través de los Sacramentos, y
de manera especial por la Eucaristía (1 Cor 11,30).
La Penitencia
y la Unción
de los enfermos son los Sacramentos de curación.
La Iglesia continúa en ellos con la fuerza del Espíritu Santo, la obra de
curación y de salvación de Cristo en sus propios miembros.
Todo lo ha hecho bien:
Una síntesis de la vida de Jesús: “Todo
lo ha hecho bien”. Parecido al de los Hechos: “Pasó haciendo el bien” (Hch
10,38). El Salvador trae la verdadera salvación: “Dios salva al hombre por
medio del hombre”: «Todo lo que hace
es admirable: hace oír a los sordos y hablar a los mudos»
Escribe Marcos:
“Si alguno tiene oídos para oír, oiga.” (Mc 4,23). ¿Sería que el pueblo de
Israel era sordo? El pueblo de Israel tenía oídos, pero no para oír la Palabra
de Dios, sus obras contradecían a lo que Dios demandaba de cada uno. No había
lugar en el corazón del pueblo para la Palabra de Dios, por la dureza de su
corazón. Al sordo se le llama rebelde, porque a causa de su rebeldía no quería
oír la corrección y por su rebeldía no se sujeta a la Palabra de de Dios.
¿Qué es lo que nos hace sordos? ¿Qué
nos vuelve mudos? Por haber escuchado las insinuaciones del enemigo y sus palabras,
nuestros antepasados fueron los primeros sordos. Hoy nosotros somos incapaces
de escuchar y comprender las amables inspiraciones del Verbo eterno.
Por eso, terminemos orando e invocando
nuestra pronta conversión:
Señor:
Tú eres bondadoso y misericordioso, y todo lo hiciste muy
bien, creando de la nada cuanto existe.
Tú eres clemente y comprensivo, y no quieres la muerte del
pecador, sino que se convierta y viva.
Tú eres paciente y fiel, y esperas al hijo pródigo e invitas
al justo a alegrarse a su regreso.
Tú
tanto amaste al mundo, que enviaste a tu Hijo único, no para juzgarnos,
sino para salvarnos.
Tú
quieres que todos los hombres se salven, lleguen al conocimiento de la verdad y
sean uno como tú eres uno.
Te
pido la conversión de los que, como yo, son pecadores, quiero unirme a tu deseo
de salvación, solidarizándome con mis hermanos y emprendiendo
con ellos un camino de sincera conversión.
Dame
la gracia de cumplir tus mandamientos alimentando al hambriento, dando de beber
al sediento, vistiendo al desnudo, alojando al forastero, visitando al enfermo
y al encarcelado, descubriéndote y respetándote en la obra de tus manos.
Cambia
mi forma de pensar y de sentir, porque muchas veces no parezco hijo tuyo. Con
tu poder y gracia, abre mis oídos y mi boca.
Permíteme
disfrutar al final de los tiempos del banquete que tienes preparado no sólo
para los que te conocen y sirven, sino también para aquellos que no han
tenido esa gracia y que, a pesar de no saberlo, son hijos
tuyos.
Amén.
Que el Señor siga bendiciéndonos.
¡Señor, abre mis labios para que mi boca te proclame!
P.
Marco Bayas O. CM
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